Un suicida con mala suerte
Por Ima Ríos
Todas las mañanas, Carlos despertaba con la misma idea. Se
levantaba, tomaba su cajetilla de cigarrillos, el encendedor y se dirigía al
balcón de su apartamento en el piso 11 del condominio Albas. Se paraba al lado
de la mesa alta en donde postraba su cenicero justo frente a la baranda del
balcón, encendía el cigarrillo y admiraba el día. ¨Hoy será. Hoy será el día¨,
decía como protocolo de la ceremonia matutina.
Hace un año, Carlos comenzó su intento de morir. Ha fallado
300 veces, pero él nunca ha sido de los que se rinden fácilmente. Un día, para
terminar todo de una vez, postró un
revolver en su sien y oprimió el gatillo. No pasó nada. Se sorprendió. Se
desesperó. Cien veces oprimió el gatillo, pero las balas siempre se negaron a
salir. Estaban estancadas en la idea de que Carlos debía seguir viviendo. No
importa cuántas veces tratara, ninguna
lo complacía. ¨Las pistolas no funcionan para esto, Carlos, son traicioneras
como las mujeres¨, se dijo y descartó la idea de que una bala tomara su vida.
En otra ocasión, Carlos decidió acostarse en el riel del
tren de la una. El mismo riel por el que pasaba el tren todas las tardes. Tan
pronto Carlos escuchó el tren acercarse, cerró los ojos y sonrió. ¨De esta sí
no me salvo¨, se dijo. Un empleado de la estación notó las intenciones de
Carlos y corrió a desviar manualmente el tren. Cambio de riel y de planes.
Carlos seguía vivo. Pero seguiría intentando todo hasta lograr su fin. Sin
perder su fe. Nunca la perdería.
Eso pensaba hasta el intento número 300. Luego de 300 veces
de intentar la misma cosa, uno comienza a desesperarse. Y así pasó con Carlos.
Veneno. Tres sílabas potentes que terminan la vida de cualquiera. Sócrates tomó
Cicuta; Séneca, también. Carlos tomaría veneno de ratas. En el cuarto de un
hotel en un pueblo remoto. Alejado de su salación. Con el letrero de ¨No interrumpir¨ bloqueando
la puerta. Carlos mezcló el veneno con Whisky. Se dijo ¨salud¨ y tomó su fin en
las rocas. Tocaron la puerta. ¨Servicio al cuarto¨. Nadie contestó. El novato empleado
del hotel abrió la puerta sin ser llamado a entrar y encontró a Carlos inconsciente
en el suelo. Dos días después, Carlos despertó en el hospital, curado. Igual de
vivo que siempre.
Embriagado de dolor y ganas de no seguir estando, Carlos
regresó a su apartamento. Abrió la última
botella de Whisky que le quedaba, se sirvió un vaso y bebió un poco de destino. ¨¡Tanta mala
suerte!¨, se dijo y decidió tomar de la botella. Sus pensamientos lo
traicionaron. Sus ansias también. No pudo contener sus ganas. La botella fue
despojada de su manjar prontamente. Demasiado pronto. Todo le daba vueltas,
pero se sabía inmóvil. Profundamente estático. Pensando en el final que tanto
ansiaba. Gritó con ganas su angustia. Su dolor lo motivó a destrozar aquella
sala que terminaba en un balcón. De aquel apartamento del piso 11 salían los
mismos ruidos de un calvario. Los muebles dejaron de ser muebles, las botellas
y los espejos se volvieron pedazos de vidrio, los cuadros de pintura se
tornaron arte abstracto y el martirio seguía gritando. De la sala al balcón ya
sólo quedaba un paso. Carlos continuó su faena. Le tocaba el turno a la mesa
del cenicero en donde apagaba su cigarrillo mañanero. Decidió treparse en ella
y llorarle al cielo. A las estrellas. Le imploró a la luna terminar con todo. Tropezó
con sus mismos pies y cayó del balcón. Sonrió porque al fin había llegado su
turno. Cerró los ojos y cayó.
****Fragmento de un cuento que aún no puedo publicar completamente. Espero que lo hayan disfrutado.